JORGE SEMPRÚN, PREMIO JERUSALEM 1997
De la perplejidad a la lucidez
Texto do discurso de Jorge Semprún pronunciado o 19 de marzo de 1989 no acto académico da súa investidura como doutor honoris causa pola Universidade de Tel-Aviv
ABORDAR este tema ante tan docta asamblea resulta sin duda excesivamente ambicioso. Y es que se aborda así la esencia misma del quehacer filosófico. No hay reflexión teórica digna de este nombre, en efecto, que no arranque del asombro, de la duda. De la perplejidad, en fin de cuentas. Un pensamiento afincado en la certeza absoluta de sus propios postulados o puntos de partida no sería tal, en verdad. Sólo sería discurso monolítico, dogmático monólogo.
Diciéndolo con palabras de Javier Muguerza, uno de los filósofos españoles más interesantes y rigurosos de nuestros días: «La perplejidad no es tan sólo un signo de los tiempos que vivimos, sino también, y en cualquier tiempo, un acicate insustituible de la reflexión filosófica. Por eso Ortega, para quien "la vida es permanente encrucijada y constante perplejidad", solía decir que "el más certero título de un libro de filosofía es el que lleva la obra de Maimónides". La filosofía es siempre, por lo tanto, una Guía de Perplejos. Y con harta frecuencia le pedimos que "nos saque" de la perplejidad.»
Guía de perplejos: Moré nebujim.
Henos aquí, de entrada, apenas iniciada nuestra andadura, confrontados con una de las obras maestras del pensamiento hispano-judío. No se trata ahora, claro está, de indagar en la historia de dicho pensamiento, de explorar su riqueza y su belleza. Haría falta para semejante tarea no una sesión como ésta, en que la Universidad de Tel Aviv me honra con la concesión de un doctorado honoris causa, sino varios semestres de trabajo académico con vuestros estudiantes. Perspectiva que, por otra parte, y aunque imposible de inmediato, no deja de ser atractiva, hasta excitante, para un espíritu perplejo, como lo es el mío, pero ansioso de reconquistar a cada momento, y por arriesgada que sea, intelectual o humanamente, la lucidez operativa de la opción moral, de la acción política. Hoy, sin embargo, rabí Mosé ben Maimón, generalmente conocido por su patronímico helenizado Maimónides, nacido en Córdoba en 1135, muerto en El Cairo en 1204, y que firmaba sus escritos ha-sefardí ("el español", en hebreo), sólo aparece aquí, con su espléndida Guía de perplejos, como punto de referencia. Referencia filosófica, primero, puesto que coloca la perplejidad en el centro mismo, en el hontanar originario de toda reflexión, puesto que toda su obra tiene esa vertiente moral, ese desembocar en una praxis, que parece indispensable para dar envergadura y resonancia a una investigación filosófica.
Es evidente, sin embargo, que la referencia a la Guía de perplejos sólo tiene significación metodológica. Porque Maimónides representa sustancialmente esa trabazón de religión y filosofía que caracteriza la Edad Media y que se disuelve definitivamente con la Modernidad. Ya no es posible que funcione inocentemente dicho emparejamiento de fe y de razón, que se ha hecho, radicalmente -o sea, en su misma raíz-, problemático y cuestionable. Inoperante, incluso.
Desde la perplejidad de hoy, Alicia Axelrod, autora de un ensayo sobre Maimónides filósofo publicado no hace mucho por la Universidad de México, formula un interrogante al cual es imposible que dé respuesta el pensador cordobés. «¿Qué significa ser judío después de Auschwitz?» Pregunta que precisa Alicia Axelrod a continuación de forma aún más implacable: «¿Qué significa ser judío después de la muerte de Dios?» Esta última pregunta puede ser generalizada, desde luego, ampliando su validez al conjunto de la condición humana, inspírese o no en el judaísmo. «¿Qué significa ser después de Auschwitz?» ¿Qué significa pensar, por tanto, ya que es inconcebible vivir sin pensar? Vivir de verdad sin pensar la verdad, por frágil que ésta sea, evanescente, acaso dolorosa. Javier Muguerza, filósofo español que ya he citado, cuyo próximo libro aún inédito se titula precisamente Desde la perplejidad, recoge estas interrogaciones de Alicia Axelrod y las formula así por su cuenta y riesgo: «¿qué porvenir aguarda a la razón humana después de Auschwitz (y del Gulag o Hiroshima), después de la muerte de Dios, después del ocaso de la religión sobrevenido con la modernidad?». Esta es la cuestión, sin duda. Vayamos a ella, aunque sea a través de los senderos laberínticos de la perplejidad.
LA ESCENA es en Viena, en noviembre de 1936. Se está festejando el 50 aniversario del nacimiento del escritor Hermann Broch. Ha tomado la palabra Elías Canetti. Conviene, sin embargo, antes de comentar algunas frases proféticas de Canetti en dicha ocasión -realmente proféticas: no se trata de un recurso retórico por mi parte-, conviene subrayar el momento histórico, la circunstancia europea en que se produce la celebración del cumpleaños de Hermann Broch. Noviembre de 1936: cabe pensar que son los primeros días del mes, puesto que Broch nació un primero de noviembre.
¿Qué ocurre en el mundo por estas fechas?
Acaba de comenzar la batalla de Madrid, capital de la España democrática, casi totalmente sitiada por los ejércitos del general Franco. Desde el día 7 de noviembre se desarrollan combates encarnizados en las afueras inmediatas de la ciudad. André Malraux recordará esos días en su novela L'espoir. Llegan a España los primeros combatientes de las Brigadas Internacionales, pero, simultáneamente, Stalin ha comenzado a exterminar a sus adversarios políticos, presuntos o reales, en las filas de su propio partido. Unos meses antes, en agosto de 1936, ha tenido lugar el primero de los grandes juicios espectaculares, el primero de los procesos de Moscú, que les ha costado la vida a Kamanev y a Zimoniev. También en la Alemania nazi está alcanzando su apogeo el sistema totalitario, Hitler ha reocupado la zona desmilitarizada de Renania, acelerado el rearme de la Wehrmacht. Ha comenzado a manifestarse agresivamente su exigencia de remodelación de las fronteras del tratado de Versalles. Se acentúa en el país la persecución de los judíos, comienzan a funcionar campos de concentración con carácter permanente. La evolución de la situación histórica en Europa central es valorada con inquietud, con verdadera angustia, en el círculo de intelectuales y escritores vieneses próximos a Hermann Broch y a Elías Canetti. Este, lógicamente, se refiere a dicha circunstancia europea en su discurso de aniversario. Admirable discurso. En pocas palabras, caracteriza la perplejidad intelectual ante «la tensión brutal y llena de horror en la cual vivimos», perplejidad que se traduce en la desaparición de toda posibilidad de asombro racionalizable. «El asombro», dice Canetti, «fue sin duda aquel espejo del que a menudo se ha hablado, que producía los fenómenos en una superficie más plana y más tranquila. Hoy, dicho espejo se ha roto; y los añicos del asombro se han vuelto diminutos. Pero hasta en el más mínimo añico ningún fenómeno se refleja ya solo; siempre lleva consigo su opuesto; veas lo que vieras, y por poco que lo veas, ello se anula a su vez por el propio hecho de verlo». Pero en ese mundo de violencia, de ascendente barbarie totalitaria, donde no es fácil orientarse, Elías Canetti ejemplifica, ejemplariza en la vida y obra de Broch las tareas del poeta. Todo gran poeta es de su tiempo, en primer lugar. Estar por encima de su tiempo, dice Canetti, es no estar en ningún sitio. O estar perdiendo el tiempo, precisamente. Todo gran poeta, en segundo lugar, debe tener la pasión de la universalidad, la seria voluntad de resumir su tiempo, asumiéndolo. Y por último, todo gran poeta debe alzarse contra su tiempo, cuestionarlo globalmente: si olvida esta contradicción, se convierte en un renegado. Arte poética, sin duda, esta que esboza Canetti al hablar de la obra de Hermann Broch. Arte de vivir, asimismo: Guía de perplejos en la terrible Europa de los años treinta: Moré nebujim. Una vez más, sin embargo, tengo que apartarme de un tema surgido al filo de esta reflexión, ponerlo entre paréntesis. Apartarme de una exploración del arte poética de Canetti para ocuparme de las proféticas palabras que ya he mencionado. Que son, por otra parte, resultado y consecuencia de aquella arte poética. La humanidad, dice Elías Canetti al concluir su discurso de aniversario, sólo está indefensa allí donde carece de experiencia o de memoria. Y añade, manejando súbitamente el tono profético al que he aludido: «El mayor de todos los peligros surgidos a lo largo de la historia de la humanidad ha elegido a nuestra generación como víctima».
¿En qué consiste este peligro anunciado y denunciado? Para describirlo, Canetti comienza con una aparente digresión metafórica, de profundo alcance filosófico, sin embargo, como luego se verá brevemente. «Más que a nada», dice Canetti, «el hombre está abierto al aire. En él se mueve como Adán en el paraíso... El aire es la última dádiva. Todo el mundo tiene derecho al aire. No está repartido de antemano: hasta el más pobre puede servirse. Incluso si alguien muriese de hambre, hasta el último momento al menos, habrá podido respirar».
Pero esto es precisamente lo que va a cambiar (y recuerdo que el discurso de Canetti está fechado en noviembre de 1936). «Esta última cosa que nos era común», afirma Canetti con su voz profética, «va a envenenarnos a todos en común. Lo sabemos; pero aún no lo notamos, porque nuestro arte no es el respirar». Y termina así: «La obra de Hermann Broch se alza entre una guerra y otra guerra: guerra de gases y guerra de gases ("Hermann Brochs Werk steht zwischen Krieg und Krieg, Gaskrieg und Gaskrieg"). Podría ser que notara todavía, ahora, en algún sitio, una partícula tóxica de la última guerra. Pero esto es improbable. Lo cierto es que él, que sabe respirar mejor que nosotros, ya se asfixia hoy con el gas que, un día indeterminado, nos cortará la respiración». Sin duda, y se puede demostrar filológicamente, el origen de este dicho profético de Canetti se encuentra en la correspondencia y en las conversaciones del propio Broch. Así, por ejemplo, poco antes de su aniversario, Hermann Broch escribe a Ernst Schönwiese y le habla de la «gran gasificación» («die grosse Vergasung») que se avecina. Sin duda también están pensando Broch y Canetti en una nueva guerra mundial en que volverían a utilizarse masivamente los gases asfixiantes. Pero esta explicación filológica, por certera que sea, no altera ni disminuye la pavorosa precisión profética. Die grosse Vergasung, la gran gasificación, ha tenido lugar, en efecto. La guerra de gases contra el pueblo judío ha tenido lugar, en efecto.
SOBRE ESTA lucidez de Broch y Canetti conviene reflexionar ahora. He dicho antes que la metáfora de Canetti sobre la respiración tenía un alcance filosófico. Y es que, desde los orígenes mismos de la filosofía -y ello queda codificado en el mito o relato platónico de la caverna, en el séptimo libro de La República-, la tarea teórica de la lucidez siempre se ha asociado con la visión, la vista, el punto de vista, la perspectiva o el horizonte. El ojo humano ha sido el primer instrumento del conocer y ello ha engendrado todo un sistema de codificaciones visuales de la empresa epistemológica. A este respecto, la formulación más precisa y también más polisémica se encuentra en Aristóteles, en el libro Alfa de la Metafísica, cuando dice que «los hombres se ven cegados por la evidencia de los hechos como los murciélagos por el resplandor diurno». Metáfora aristotélica que sería instructivo cotejar con un texto talmúdico en que se habla de la fábula del gallo y del murciélago. Ambos esperan la luz del alba. Y el gallo le dice al murciélago: «Yo espero la luz, porque la luz me es familiar, pero tú ¿para qué te sirve la luz?» (Sanhedrín 98b). Se refiere a esta fábula Emmanuel Lévinas en uno de sus espléndidos comentarios a los textos mesiánicos. Y la utiliza para subrayar la función de la inteligencia. «La alondra que saluda al sol», dice Lévinas, «todo el mundo puede hacerlo. Todo el mundo es capaz de saludar la aurora. Pero distinguir el alba en la noche oscura, la proximidad de la luz antes de que resplandezca, en eso consiste tal vez la inteligencia».
No es el momento, sin embargo y sin fortuna, para un excurso por los vericuetos de esta problemática. Una palabra más, tan sólo, para sugerir que la exploración del problema de la lucidez filosófica, desde los textos clásicos de la filosofía griega o de los comentarios talmúdicos, podría culminar en la reflexión sobre un bellísimo aforismo poético de René Char. En sus Feuillets d'Hypnos, en efecto, libro admirable nacido de la experiencia de René Char durante la resistencia antinazi -libro, por otra parte, que mereció un pertinente estudio de Hannah Arendt-, dice el poeta: «La lucidité est la blessure la plus rapprochée du soleil». En efecto, la lucidez es la herida más próxima al sol. Con la prodigiosa concisión de los grandes poetas, hermética a fuerza de ser evidente, luminosa y cegadoramente evidente, Char nos hace intuir aquí, nos desvela los complejos términos de la cuestión. Pero no era en el acotado territorio filosófico de las metáforas visuales o visionarias donde se expresaba, en noviembre de 1936, en Viena, la lucidez de Elías Canetti y de Hermann Broch. Dando un giro sorprendente a toda una tradición epistemológica, ellos se expresaban en el territorio novedoso, inédito, de un código mucho más corporal, más vinculado con algunas de las funciones esenciales del vivir: la respiración. ¿Me permiten ustedes, llegados a esta nueva encrucijada en el camino de esta reflexión, de esta perplejidad, me permiten una evocación personal? Tan personal e íntima que tal vez sea incomunicable, tal vez incluso indecente, pero que tengo que arriesgarme a intentar comunicarles. Y tal vez sea Israel el único país en que ese riesgo de incomunicabilidad pueda ser arrostrado con serenidad. En que lo incomunicable forme parte de la conciencia histórica colectiva.
Todos los que hemos conocido los campos de concentración hitlerianos compartimos en nuestras diferentes memorias algo en común: un recuerdo en que se cristaliza, con sobresalto, la vivencia de aquella muerte. Un recuerdo diverso en su contenido pero idéntico en su sustancia formal. Un recuerdo físicamente reconstruible, con la densidad de las sensaciones inmediatas. El recuerdo de una voz, de un olor, por ejemplo. Yo recuerdo, entre los millares de recuerdos posibles, latentes, agazapados para siempre en la memoria vital de aquella muerte, recuerdo la voz bronca, atemorizada también, de algún suboficial de la S.S. en el circuito de altavoces de Buchenwald. Era por la noche y eran las noches en que las escuadrillas de bombardeo aliadas se adentraban en el cielo alemán. Y eran noches como todas las noches, en que funcionaba el crematorio. Y como todas las noches se alzaban, muy por encima de la maciza chimenea, las llamas del crematorio. Y entonces, para evitar que aquellas luces sirviesen de señal orientadora a los pilotos aliados, el suboficial de guardia de la S.S. daba la orden de apagar el crematorio. «Krematorium, ausmachen! Krematorium, ausmachen!» Aquella voz nocturna, pues. Y el olor del humo del crematorio, día y noche, sobre las laderas del Ettersberg. Más tarde, años más tarde, cuando descubrí el discurso de Elías Canetti, pensé en que había descrito de antemano, proféticamente, con lucidez herida por la monstruosidad de su verdad, la situación irrespirable literalmente, del universo de los campos de concentración. A los poetas les ha sido atribuido ese don. Por eso debemos mantener a los poetas en un lugar privilegiado de la sociedad humana para que nos digan, aunque sea con voz irritada, sus incómodas verdades. Sólo los poetas son capaces de anunciarnos lúcidamente las catástrofes que produce la barbarie. Sólo ellos son capaces de describirlas, luego, de perpetuarlas en nuestra memoria. Así Paul Celan: «der Tod ist ein Meister aus Deutschland / er ruft streicht dunkler die Geigen dann steigt / ihr als Rauch in die Luft / dann habt ihr ein Grab in den Wolken da liegt / man nicht eng».
HE MENCIONADO a Elías Canetti, a Hermann Broch, intelectuales judíos, cuando se ha tratado de explicitar la lucidez de una visión de la realidad —previsión, más bien—, lucidez surgida de una perplejidad positiva operativa. Podría haber mencionado a otros intelectuales que ejercitaron entonces, en aquellos terribles años treinta, su capacidad de lúcida comprensión del decurso de los acontecimientos. Podría haber mencionado a Edmund Husserl, su conferencia de mayo de 1935 sobre «La crisis de la humanidad europea y la Filosofía», conferencia dictada en Viena (¡otra vez! Parece que el escenario geográfico-cultural de la lucidez estaba muy circunscrito, en aquella época). Podría haber mencionado a Herbert Marcuse, que publicaba en París, también en 1935, su famoso ensayo sobre el fascismo, en que figuran ya algunas páginas definitivas acerca de la filosofía de Heidegger, páginas que habrían hecho prácticamente inútil la tediosa y recurrente polémica sobre las relaciones de aquel con el nazismo, de haber sido rectamente entendidas y dadas ampliamente a conocer. De nuevo, en efecto, y de forma más refinada y perversa que nunca, puesto que la tentativa se despliega ahora desde posiciones «de izquierda», vuelve a planteársenos la necesidad de apelar, como último recurso metafísico en nuestra sociedad masificada y mercantilizada, al pensamiento de Heidegger. Y se nos dice que hay que perdonar, o minimizar, o poner entre paréntesis, su adhesión al nazismo y al Führer, su obstinado silencio de tantos años sobre el exterminio del pueblo judío (silencio que provocó la angustia desesperada de Paul Celan), porque necesitamos del pensamiento de Heidegger para realizar la crítica de la modernidad irracional, del dominio totalitario de la técnica, etcétera. Cuando la realidad es, muy al contrario, que un mismo impulso teórico-práctico anima la crítica heideggeriana de la Técnica y su adhesión al nazismo, lo cual hace de su pensamiento un instrumento inservible, arcaico y arcádico.
Volviendo al tema central de esta reflexión. Junto a Broch y a Canetti, junto a Husserl y a Marcuse, podría haber mencionado a otros, que han elaborado los principios de una moderna Guía de Perplejos: a Walter Benjamin, a Sigmund Freud, a Albert Einstein, por ejemplo. Pero todos, con alguna honrosa excepción, habrían sido intelectuales judíos. Como si en el momento en que Europa iba a sumirse en el silencio tumultuoso, ensordecedor, de la barbarie totalitaria, hubiese sido la profética y analítica voz judía de la cultura europea la más capaz de expresar la perplejidad de la situación, la más idónea para contemplar —o respirar— el presente y vislumbrar —o escuchar— el porvenir. Como si, entre una guerra de gases y otra guerra de gases, se hubiese depositado en la intelectualidad judía de Europa la misión de lucidez y de rescate de una razón crítica, de una razón con esperanza tenaz, con utopismo práctico. Aunque definitivamente desprovista de ilusiones: lucidez herida por el sol cegador de la ilusión de verdades absolutas, ya rebasadas.
Ahora podemos responder provisionalmente a la pregunta formulada por el filósofo español Javier Muguerza. Después de Auschwitz, después de la muerte de Dios, en plena crisis de los valores de la Modernidad, el porvenir de la razón sólo puede construirse, aunque sea en situaciones históricamente diversas, por el camino de la razón misma. Razón crítica, dialogante y democrática.
DE TODO lo dicho —o más que dicho, balbuceado, esbozado, como apunte y esquema de una reflexión que necesitaría articularse con mayor rigor y profundidad—, de todo esto, en cualquier caso, parece desprenderse una conclusión. La tarea que la historia impone sin duda a la intelectualidad judía de hoy, principalmente en Israel —que es resultado, en buena medida, de aquella razón crítica y profética de los años treinta—, la tarea de hoy consiste en afrontar la situación de vuestro entorno con la misma audacia reflexiva, con la misma imaginación práctica que demostró poseer la generación de intelectuales judíos europeos a que he aludido.
Sobre vosotros, intelectuales y políticos de Israel, ciudadanos de Israel, pueblo en armas de Israel, recae una responsabilidad específica. Sin duda mayor que la que incumbe a los demás grupos y pueblos de la Región. Y recae en vosotros por vuestra tradición, por la altura de vuestros ideales, por la razón democrática y utópica que os ha devuelto vuestro patrimonio y abierto vuestro porvenir. No habéis sobrevivido a tanta guerra de exterminio para atrincheraros en vuestra razón de ser, permanecer inmóviles en ella. Habéis sobrevivido para escribir una nueva Guía de perplejos, el Moré nebujim de nuestros tiempos. Y sin duda podrá ayudaros -ayudarnos también a los que queremos ayudaros- el ejemplo remoto pero perdurable, y entrañable, de rabí Mosé ben Maimón, el sefardí, que tuvo que huir de España por culpa del integrismo de los almohades, que encontró refugio en El Cairo, que escribió unas veces en árabe y otras en hebreo, que fue defensor del diálogo entre todas las culturas y enemigo de todas las intolerancias, que fue maestro de perplejos (moré nebujim) y ejemplo de lucidez, y que duerme el sueño de los justos en Tiberíades, en esta tierra, patria de los unos y de los otros.
Publicado na revista Raíces 6 (1989) p.22-28.
Comentarios